Hace poco me escribió don Juan Carlos Rodríguez. Decía que, gracias a un libro mío, publicado a principios del año 2000, había pasado de ser barrendero en Villaverde a tener una empresa de regeneración ecológica de falsos techos en Villaviciosa de Odón, con la que ha creado 18 puestos de trabajo.
Esta historia –he pedido permiso para contarla– me hace recordar un chiste entrañable: un extraño entra en una casa y su propietario le pregunta a dónde va; el visitante contesta que busca dinero, y el dueño le dice que le permita acompañarlo. Pues bien, me he puesto también a rebuscar en aquellos textos, por si encontraba algo de valor, animado por la idea de que la única forma de paliar el problema del paro en España es el autoempleo.
Para hacerse autónomo siempre se ha necesitado un empujón. Y hoy los empujones son más fuertes aún que los de antes: ruina de los padres, crueldad del despido, cientos de currículos sin respuesta, la humillación de tener que fingir una edad que no se tiene… Sin embargo, en esa desesperanza radica la fuerza para «montarse por libre».
Hay personas con capacidad de riesgo que son autónomos o empresarios natos. Otras, más retraídas, pero obligadas a hacer algo, deberían tener presentes algunas cuestiones. La primera es que, al calor de la ambicionada nómina, se pueden congelar. Todos nos hemos dormido alguna vez conduciendo; en el coche nos sentimos tan confortables que no imaginamos que ese bienestar pueda acabar en tragedia. Pues bien: la nómina, de algún modo, debilita también nuestros sentidos y nos embarca en una vida que a veces termina mal. Por no arriesgar e independizarse a los treinta o a los cuarenta, algunos se encuentran a los cincuenta en encrucijadas de difícil salida, lo cual demuestra que la alternativa al riesgo no es –como se cree– la seguridad, sino el fracaso: si uno no quiere vivir penurias irreversibles, en algún momento tiene que arriesgar.
Las empresas promocionan de manera interesada la importancia de la nómina, ante lo que es recomendable cierta cautela. A más de uno le sonará este señuelo: «Nuestra oferta no es un sueldo, sino un paquete. Aquí usted no desarrollará un trabajo, sino una carrera. El cielo es el límite y todo lo que construya será suyo. Además de un sueldo competitivo, contará con formación permanente. Somos conscientes de las necesidades creativas del ocio (por eso somos ingenieros de caminos, canales y puentes; ja, ja, ja). El trato es familiar, aunque no paternalista. El presidente invita a una copa todos los años el día de su santo, y permite que le llamen Curro. ¡Ah!, no descartamos un sistema de stockoptions algún día». ¿A quién puede no gustarle esta propuesta? La realidad puede ser tan distinta que es posible que, para cuando el candidato se haya decidido, quien le entrevistó podría haber dejado la empresa buscando cielos más altos y ambientes familiares más acogedores. Los cursos de formación acaso los impartirían segundas filas y los puentes del calendario podrían sortearse, de manera que a todo el mundo le tocase uno. A la segunda copa del presidente ya se iría arrastrado, y el sueldo quizá sería la única verdad, aunque en época de crisis nunca se sabe. Todo lo que uno hubiera creado podría perderlo cuando Curro decidiese vender su compañía a otra empresa que ambicionase sinergias; y el último en enterarse de que las sinergias eran su puesto de trabajo sería el que lo perdiese. Eso sí, el banco de inversión que hubiera intermediado la compraventa atestiguaría que, durante la negociación, lo más importante para Curro fueron sus hombres.
¿Es esto una exageración? Tal vez. Pero ha animado a mucha gente a dar el gran paso.
La segunda idea es que en cualquier salto se precisa un paracaídas. No hay que pasar de ser asalariados o parados con riesgo a independientes a secas, sino a independientes con salario; o sea, no hay que olvidar «el pan y la mantequilla». Por ello, cuando alguien decide independizarse no ha de plantear a qué quiere dedicarse, ese es un enfoque errado. Más bien, lo que precisa es el movimiento intermedio de hacer un cliente: solo él puede decir para qué valemos; cliente que podría ser su propia empresa, que en vez de mantener empleos fijos desee subcontratarlos. O una pyme que no quiera pagar tres mil euros al mes a un contable cuando un autónomo podría cubrirle esa función por quinientos, ocupando solo el diez por ciento de su tiempo. Esencial será que ese cociente emancipador –entre los ingresos que proporciona el primer cliente y el tiempo libre que nos deja para buscar al segundo– sea siempre alto.
Al primer cliente que nos cubra lo básico hay que mimarlo. A veces, el cliente terminará ofreciendo trabajo, que un buen autónomo no aceptará. A partir de ese momento tendrá que preguntarse la razón de ese pequeño éxito. La mayoría de las pymes que conozco no se dedican a lo que en origen pretendían.
Plantéese también el posible autónomo si le gusta trabajar solo, apoyándose en dos o tres personas como mucho –entonces sería un hombre de negocios– o prefiere la ayuda de una estructura mayor que lo convertiría en empresario o cooperativista. En cualquier caso, ha de ingeniárselas para no pedir dinero al banco. Sé que es duro y llevará más tiempo, pero será peor que no se lo den o que lo agobien porque no hizo bien las cuentas. Un negocio sano arranca siempre con pocos gastos fijos. La autofinanciación deben proporcionarla los primeros clientes, y el autónomo debe crecer a la par.
El segundo cliente no llega, hay que traerlo. Visite compañías ofreciendo su ayuda ocasional o enterándose de qué pie cojean. Vea si ese cliente suma con el primero o no. Si no suma, tal vez haya creado una consultoría; en el primer caso, habrá creado un camino donde ir capitalizando. Pasará malos momentos: sentirá vértigo, su cónyuge le hará reproches, y sus padres políticos le animarán a buscar un trabajo fijo. Pero si aguanta, tiene suerte y lo supera, usted será como un corcho en el océano y ninguna crisis lo hundirá.
El suceso de Villaverde no debe llamar la atención. Detrás de la historia de cada autónomo hay un milagro parecido; es la historia de «a Dios rogando y con el mazo dando»: el mazo –agrícola, industrial o de servicios– es la disciplina de visitar a clientes potenciales cada semana. No se quede al calor de su despacho enviando correos o confiando en su página web, esa actitud puede ser tan letal como la nómina. Logre citas, salga a la calle, reúnase y averigüe qué puede aportar; allí estarán sus próximos ingresos. Si le preguntan a don Juan Carlos Rodríguez, les dirá que fue una pena no haberlo hecho antes.
José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.
FUENTE: ABC
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